El extraño caso del payaso de nariz colorada
Al principio no lo odié. Comprendí que, a causa de la pandemia, estaban surgiendo miles de maneras de ganarse la vida. Pero ésta, sí que era inverosímil y sacrílega.
Por esa época, yo volvía todos los días de Capital en el tren de
las 21.45 hs., subía las escaleras e ingresaba, junto a la masa de trabajadores
esenciales, al puente sobre las vías de la estación de Lomas de Zamora para
cruzar y bajar hacia la calle Laprida. El puente estaba cada vez más ocupado
por vendedores de productos varios, aunque a esa hora sólo quedaban el vendedor
de barbijos, la vendedora de sahumerios y él, el payaso que tocaba una flauta
melódica con teclas que, por un completo irrespeto a Mozart “pace all´ anima sua” completaba dos
octavas y le sobraban tres teclas.
Tenía puesto un traje de raso, mitad azul y mitad blanco, un gran moño rojo en
el cuello, zapatillas Puma grises, o tal vez blancas y sucias, y una nariz
colorada de plástico sujetada a su rostro por una banda elástica, lo que hacía
que se le pegara aún más a su cráneo el poco cabello que tenía, llovido y
largo. Obviamente tenía pintado su rostro como un clásico payaso, con lágrima y
todo. Pero lo peor, eran los horripilantes sonidos que salían de su trasto
musical.
Lo acompañaba una chica flaca, con un buzo negro que tenía adosado
en su escote una percha. De ésta colgaban todo tipo de objetos atados con
cintitas de colores. Hasta ahí hacían una buena armonía circense, por lo demás
debo decir que la muchacha era sucia, muy sucia. De su cabello graso y pegajoso
le colgaban rastas descoloridas y llenas de pintitas blancas, las que también
adornaban sus hombros como copos de nieve, y como siempre vestía de negro
también se podía observar el titilar de las estrellas y la constelación de
Orión en su espalda, dependiendo del
punto de vista del observador. Siempre
esta desaseada muchacha estaba cerca del payaso, juntando cualquier cosa del
piso ya sea papeles, vasos descartables aplastados, una que otra moneda,
pañuelos, barbijos pisoteados, caramelos con o sin el dulce adentro y cientos
de otras cosas de lo más bizarras. Sus piernitas embalsamadas en calzas negras eran
tan magras que me recordaban a Miguelito, el esqueleto sabio con el que
estudiábamos anatomía en el colegio.
Yo era la amiga preferida de Miguelito; en el recreo me escapaba
al laboratorio para charlar con él, me contaba cosas del pasado y del futuro,
pero sobre todo, él me instruyó sobre la importancia de estudiar el más
magistral de todos los instrumentos, el piano. Decía que en vida, había sido
alumno de Wolfgang Amadeus Mozart. Un día se disgustó para siempre conmigo
porque le llevé unas partituras de Rimsky Kórsakov. En mi ignota avidez por
agradarle, no sabía que el compositor ruso escribió una ópera thriller que
instaló en la historia una falaz versión de la muerte de Mozart: Ésta dice que
murió solo, pobre y envenenado. Que en su funeral caía una lluvia torrencial,
que solo asistieron un par de amigos con sombrillas y que a su esposa Constanze
no se le vio ni en la misa. Dicen que fue a las tres de la tarde, igual que
Jesús.
-¡Mentira- me dijo el esqueleto
lleno de furia- ese día no llovió y a las mujeres les estaba prohibido
asistir a los entierros!
Miguelito aquél día me excomulgó y me maldijo diciéndome:
–Si no te haces pianista y adoradora del Gran Maestro Mozart pasarás
todas las horas solitarias de tu vida escuchando esperpentos musicales. Ésta
será una maldición que te aplastará, un peso que te asfixiará, un mar que te
ahogará, una tortura que te quemará en la gehena.
Recordando esta maldición me detuve frente a la pareja circense con dermatosis
neglecta[1] y
me quedé mirándolos en posición catatónica mientras solfeaba mentalmente el Réquiem
en Re menor.
Al principio, recuerdo que pasaba junto a ellos dedicándoles mi
más tierna mirada aviesa y no lo noté casi, pero una noche me pareció que el
payaso estaba más transparente. Me detuve a una distancia prudencial y observe
que su caja estaba casi vacía y la muchacha no estaba.
-Qué curioso- pensé y seguí mirando. Efectivamente el payaso estaba cada vez
más translúcido.
Una niña que siempre viajaba en el tren berreando canciones a cappella con alaridos o más bien
rugidos a cambio de una moneda, se bajó en Lomas, vio la caja del payaso, le
robó su contenido y salió corriendo la muy nauseabunda criatura. De inmediato, y
ya casi inexistente el payaso entonó un largo “la” de diapasón. Vi venir
corriendo a su novia quien le tiró directamente la percha con todos los objetos
dentro de la caja, y así el payaso recobró su corporalidad. –Qué interesante
pensé-.
Cada noche me concentraba en los comportamientos de las personas
hacia aquél profano fenómeno y las cosas
que le dejaban en la caja: algunas personas, pocos y cándidos hombres y mujeres, le dejaban dinero, no premiándolo por sus
sonidos desagradables al oído, sino por pena. Además de los ya mencionados,
estaba el resto del mundo que castigaba al payaso por los alaridos soberanos
que salían de la flauta, dejándole entre otras extravagancias, tarjetas de
crédito vencidas, pilas usadas, esas, las que uno nunca sabe dónde tirar, un chupete,
galletitas para perros, un botón, un guante de látex, una bolsita con bolitas
que parecían chipás[2]
en dudosas condiciones, una medalla de San Benito, varios bollos de papel, una
entrada con fecha abierta para el Teatro Colón... -¡No! ¡Salve Mozart!- dije
con asombro. Cuando la vi, implosioné en una estruendosa carcajada subjetiva imaginando
que esta pareja de indoctos, por más que entendieran la cuantía de la entrada,
serían rechazados por los porteros por crotos, sin más.
Sin embargo, el payaso tenía sus amigos, los infaltables de cada
noche, como el caso de la enfermera con el uniforme celeste de enfermera que se
acercaba al pasar, le daba un beso y se iba sin depositar su óbolo. También
estaba el hombre de traje gris y corbata negra que le tiraba un billete de cien
pesos, se santiguaba y nunca lo miraba. ¡Y cómo no notar la farragosa charla
que le brindaba el vendedor de barbijos¡ Indescriptible era mi deleite al ver
cómo torturaba al payaso mientras éste seguía con su malhadada melodía. Majestosa
y digna de ser mencionada en el gran libro de la Torturas fue la noche en el
que un hombre le arrojó furioso una partitura de Clementi mientras le decía –
¡Aprendé pedazo de anatema[3]¡ –
Mi gozo esa noche fue tal que no pude dormir de tanta endorfina, así que me
vino a la mente la anécdota del duelo musical de Clementi y Mozart en Viena, para entretenimiento
del Emperador José II y sus invitados. Cada ejecutante fue invitado
a improvisar y a ejecutar
selecciones de sus propias composiciones. La habilidad de
ambos compositores y su virtuosismo fue tan grande que el Emperador
se vio forzado a declarar un empate. Mozart, abrasado por la rabia, le dijo al
Emperador y a sus invitados:
-Clementi toca bien, tanto como la ejecución con su mano derecha le permite. Su
mayor potencial reside en sus pasajes en terceras. Aparte de eso, no tiene el
valor de Kreuser, y en cuanto al gusto y la sensibilidad… deja mucho que
desear. Resumiendo Su Majestad, Clementi
es un charlatán como todos los italianos-. Y dicho esto se retiró del palacio
para nunca más volver. Creo que luego de este recuerdo concilié el sueño.
Pero no todo fue idílico en esta historia. Una
noche bajé del tren y noté una atmósfera eléctrica en el ambiente, con olor a
azufre y tonalidad amarilla anaranjada. Mientras subía por la escalera escuché:
Gracias
hoy yo me presento
Soy Julio
el rapero soy de Constitución
Vengo
a abrirle bien los ojos
No sea
se los coman, los piojos
Se, acerca, el Armagedón.
Oye, regálame
tu tiempo y también tu atención:
Hoy, yo vengo a contarles
Que
el mundo está muriendo
Por
culpa de los cinco
Señores poderosos, odiosos
Qué, el mundo, domínan
hace mucho
Lo
mío y lo tuyo va desaparecer.
Son
cinco los tipos que preparan
Pa
el año 2030 la gran depuración
Y,
si tu no estás atento, te llevan sin aliento,
Ala
muerte y destrucción
Depuran así el planeta tierra
Quedando gente rica, poquita….
No podía
creerlo. Un rapero, lo que me faltaba para expandir la terrible ofensa a Mozart
que se llevaba a cabo en ese puente cada noche. - ¡Vade retro satanás!- grité
sin voz.
El señorito vestía una camisa holgada con estampados brillantes, llevaba metida la parte delantera de la camisa en el pantalón dejando suelta la parte de la espalda, para, de esta forma, mostrar una cadena adornada con piedras de diseñador a modo de cinturón. Un jean marca South Pole o algo así, no pude leer bien porque no quise acercarme por cuestiones obvias. Éste era tres talles más grandes y la cintura le quedaba a la altura de la cadera. Tenía un pañuelo de color brillante atado como un kipá con un gorro encima con la visera para atrás.
Esa atmósfera anaranjadamente eléctrica no era la maldición de Miguelito, ya que me había convertido en una eximia pianista famosa por cierto, sino que era el efecto de la energía discordante de estos dos chichis[4] que se empecinaban los muy malditos, segundo tras segundo, porque para ellos el compás era desconocido, en ofender la memoria del Maestro.
Así, noche tras noche me propuse observar al trío, porque la flaquita sarnosa se había entusiasmado con el rapero. Se paraba a su lado y hasta había aprendido sus… como decir… cacofonías[5], y aullaba con él riendo tontamente.
Mientras, al payaso se le vaciaba la caja a medida que menguaba la gente, o si
tenía la mala fortuna de que apareciera la perversa niña ladrona, o si el
vendedor de barbijos se iba antes y se olvidaba de dejarle uno. En todo caso,
ya eran cada vez más seguidos sus “la” de diapasón, llamando a su novia para que deposite objetos en la
caja y así evitar su desmaterialización. Al fin, ella siempre corría llenaba la caja,
tanto como para mantenerlo vivo, y volvía con el rapero.
Recuerdo que fue un 10 de agosto. Había tenido un día difícil en el conservatorio con una adolescente irrespetuosa que osó mover la muñeca mientras tocaba el piano y que tuve que castigarla pegándole con la regla de madera. La muy soez fue a quejarse por abuso y maltrato, pero la agarré justo cuando volvía y de un tirón la metí en el aula. Como castigo, le hice aprender de memoria todas las obras de Mozart de atrás para adelante y de adelante para atrás, aún las obras desconocidas y no publicadas. Cerré con llave, con la irrespetuosa adentro, y me fui.
Cuando llegué al puente no podía creer lo que veía: gente ovacionando al rapero y llenándole la gorra de billetes. El payaso tocaba un incordio a todo volumen y la flaca mugrienta iba y venía entre los dos personajes.
Gracias
amigo, hoy yo me presento
Soy Julio
el rapero, soy de Constitución
Arrebolada de ira, esa noche no pude dormir. Dando vueltas en la cama, pensaba en explicarles al abyecto dúo de ridículos, procaces sacrílegos de Mozart, claramente y con dulzura que debían retirarse del puente, pues eran un par de insectos inmundos, abominables creaciones del Malo, execrables humanoides que osaban ofender de tal manera los oídos de la gente, bestias nacidas con el sólo fin de masacrar el nombre de Wolfgang Amadeus.
Pero no fue necesario.
La noche siguiente, al ingresar al puente, observé que estaban hablando muy pegaditos la pata sucia y el rapero, que se había quitado el gorro y el pañuelo. Era pelado el muy croto. Me acerqué tanto como pude para escuchar mejor. Tuve que ponerme doble barbijo porque despedían un olor a mugre más fuerte que el fenómeno climático del Súper Niño.
-Ah, sos pelado - dijo la flaca con una risita
estúpida.
- Sí, porque le tengo miedo a los piojos.
-Ah – siguió la estulta[6]
con la risita boba.
-¿Cómo te llamás?
-¿Yo? –contestó la pobre de cacumen[7]
-No, vos
-…(¿?)…
-Sí dale- dijo el rapero un poco fastidioso- ¿cómo
te llamas?
-Ah, Paty
-Ja ja igual que la hamburguesa
-Sí ji ji
De pronto se escuchó el “la” de diapasón y miré al payaso. Le quedaban en la caja un llavero y un envoltorio de galletitas Rumba. Estaba muy transparente el pobre. Mientras los otros dos continuaban paveando (con el respeto de los pavos).
Otra vez el sonido del “la” pidiendo socorro. El vendedor de barbijos ya se había retirado. El próximo tren aún no llegaba; el viento se había llevado el papel envoltorio de las galletitas Rumba y una vieja distraída agarró las llaves creyendo que eran las que había perdido.
-Che Paty ¿vos tenés piojos?
-¿Piojos?... No. Ah! ¿Vos decís por las cositas
blancas éstas?. No, son caspa, pero piojos no tengo.
-Ta buena! ¿Querés ser mi novia?
-Y…Sí, dale.
Del payaso sólo quedó la nariz colorada, porque se
ve que la flauta melódica era parte de su Ser.
[1] La dermatosis
neglecta es una patología poco conocida, causada por la falta de higiene.
[2]
Pan con queso generalmente en forma de bolitas que suelen venderse en las
estaciones de trenes.
[3] Condena
moral, maldición, “desterrado de Dios”, entre otros.
[4]
Chichi: Término inventado por el escritor Alberto Laiseca que significa “mala
persona”.
[5] Efecto acústico
desagradable que resulta de la combinación de sonidos poco armónicos
[6]
Tonta, torpe de entendimiento.
[7]
Falta de agudeza, perspicacia o inteligencia.
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