Casi tres veces
Santiago la vio venir en dirección recta hacia él, caminando segura, sin vacilaciones. Le pareció que estaba mal, algo andaba mal.Los separaban sólo unos treinta pasos y él presintió el peligro. Ella parecía enfurecida. A medida que se acercaba, se dibujaba más claramente su rostro desencajado por la ira.Santiago, clavado en el piso, transpiraba.
Sabía que, desde niño, por las noches hablaba dormido, dejaba escapar en sonidos su deseo expresado en sus sueños. Pero... nunca había pasado nada...hasta que se acostó con una tal Laura ¿Habrá soñado con ella? ¿Acaso su mujer, Marisa, espió sus sueños de billetes desparramados sobre sábanas exhaustas? ¿Lo escuchó y ahora todo estaba perdido? ¿Soñó con la prostituta más linda que haya conocido? No lo recuerda...
Los pasos de Marisa retumbaban en sus oídos, cada vez más cercanos se confundían con los latidos de su corazón. Santiago pensó que tenía “casi” la absoluta certeza de que había hablado en sueños. Comenzó a temblar. Volvió a mirar a Marisa, cada vez más cerca, cada vez más dura.
“Casi”... esa palabra lo espantó nuevamente. Su pulso se detuvo de pronto...Marisa ya estaba frente a él. Pensó lo inevitable y le dijo en un torrente confuso de palabras que lo perdonara, que nunca más haría algo así, y cerca de la humillación se arrodilló en la vereda mojada y le juró fidelidad eterna.
Marisa entre sorprendida y divertida, lo tomó de la mano pensando que tal vez Santiago se sentía demasiado culpable por haberse olvidado de dejarle las llaves del auto y haberle hecho perder su turno con el dentista.
Esa noche Santiago no soñó.
ll
La
mujer emergió del subterráneo con paso decidido, sin vacilaciones. Él la vio
venir en dirección recta, como un dardo arrojado con perfección y quedó
inmóvil, clavado en el piso. Observó
cómo el rostro de la mujer, casi desencajado por la ira lo observaba. Llevaba
tacones que aceleraban rítmicamente su paso, y su vestido largo con florcitas
de estilo folk se le antojó una túnica negra propia de un verdugo. Con su gran bolso
colgando de sus hombros y un paraguas cerrado en su mano, parecía dispuesta a
cualquier batalla, inclusive a la final, la que lleva a la tragedia.
–¡Pobre
mina! –continuó pensando– encima te toma de la mano, me da lástima, debe ser
una buena mujer con ojos que no ven y corazón que no siente. Mi trabajo es
cobrar y después callar. Si te he visto,
no me acuerdo.
–¡Pero
cómo me cagaste pelotudo! Y ella, otra pelotuda ¿no se da cuenta de tu cara de
cansado?... No ve rouge en tu camisa ni percibe ese extraño olor a cuerpos
transitados por el sexo? ¿No nota que te olvidaste el Zippo en las sábanas de
una triste puta? Con cuántos rufianes como vos me encuentro día a día,
noche a noche. Tal vez por eso es que estoy tan sola.
Comenzó a llover otra vez y las gotas, mojaban las mejillas del hombre, sudorosas y pálidas al extremo, sumándose armoniosamente a ese escenario de fatal desenlace. Dejó caer pesadamente sus brazos a los costados, tal como lo haría un sentenciado en el último minuto. Sus ojos estaban imantados por esa leve figura que se acercaba amenazante flotando en una tiniebla oscura, y sin el menor movimiento, sólo esperó.
Ya estaban frente a frente. Encorvado con el peso de una vejez repentina, musitó, intentó articular un torrente confuso de palabras, evitando el encuentro de sus ojos. La mujer, entre sorprendida y divertida, lo miró girando levemente su rostro de lado a lado. Los mechones de sus cabellos caían enrulados sobre sus hombros, como salidos de la Primavera de Botticelli. Él se arrodillo mirándola con desesperación como rogándole piedad a su verdugo. Ella se rio y luego, como a un niño, lo tomó de la mano y entraron en un bar de Avenida de Mayo.
Adentro la atmósfera parecía cálida mientras afuera se desataba la tormenta. De entre de la bruma cotidiana de pesares ciudadanos, dos figuras se recortaban entrelazándose las manos en una bien construida imagen del amor.
Afuera, un cuchillo mágico rasgó los cielos grises. La tormenta de verano había pasado. Casi.
lll
Un hombre joven detuvo su marcha en seco sin motivo aparente. Eso le llamó la atención, por lo que apoyó la lapicera sobre su cuaderno y se acomodó mejor buscando un ángulo apropiado de observación. Con disgusto tuvo que reconocer que siempre le venía bien observar o leer recortes de escenas de otros para cargarlas con la tinta propia de la imaginación. Padecía del “mal de la hoja en blanco” y eso lo atormentaba. Acalló sus pensamientos y bien apoltronado se dispuso a observar. Más allá divisó a una mujer, joven también, que se acercaba directamente al muchacho con paso firme e intención agresiva.
–El pobre muchacho está tieso como cadáver– pensó el escritor– y anotó las palabras: palidez, cadáver, castigo, muerte, amor– y se preguntó: ¿Qué habrá hecho este tipo? Seguramente complacerle algún deseo cuando era justo eso lo que ella no quería. ¡Mujeres! –y anotó las palabras: locura, traición, venganza, brujería, amor– Uno nunca termina de entenderlas. Seres molestamente necesarios que hacen nuestra vida entretenida a fuerza de sus caprichos. Pero acepto que no todas son iguales, no todas, al menos no la que yo quise y que... Levantó la taza reprimiendo sus recuerdos ajados como su rostro y bebió un sorbo de café humeante, mientras seguía su razonamiento anterior: –¿Y ahora qué le estará diciendo? ¡Qué hace… se arrodilla! Parece un pollo mojado intentando justificarle a ella su nimia existencia. ¿Justificar una existencia? ¿Acaso no me paso yo mismo los días sentado en este bar tratando de justificar la mía? ¡Pobre diablo, si supiera que es imposible! Pero... ella lo está redimiendo, lo acaricia con su mirada, lo guía como una madre a su hijo entre la multitud perversa de la ciudad, lo aloja en ella.
En ese momento la pareja entró al bar, ya serena y parloteante ella y él como ausente.
–Como dijo Oliveira[1]–concluyó pensativo el poeta–“Ahora ésta va a decir alguna de sus burradas”.
En el ángulo opuesto al poeta, habitaba una mesa una dama de la noche. La delataba una cara descolorida de rubores y rouge, el cabello despeinado cayendo sobre su minúsculo chaleco de charol, y sobre todo, los signos de una noche trajinada. Un hermoso ser de la noche. No estaba buscando clientes. Quería descansar por un instante de su destino.
Ella
también había observado la escena con curiosidad, y al ver ingresar a la pareja
al bar, lo reconoció.
–¿Así
que casi te fletan cariño? – se decía mientras lo observaba– ¡Pero mirá!... ¡La
puta! ... ¡Qué carita de ángel que ponés! Sería divertido acercarme a tu mesa y devolverte el encendedor que
olvidaste entre las sábanas, lindo y caro el Zippo. ¿Acaso sabrías el valor que
tiene? De 1957 en adelante sus
mecheros incorporaron en la base un código que permite datar la pieza en el mes
y año de fabricación. Bueno, el tuyo es de enero de 1961 ¡Imbécil! Yo te conozco bien a vos. Pagás lujuria y te
atreviste también a pagarme amor. ¡Amor! Ridícula palabra, debe ser un invento
de un tonto poeta que alguna vez se perdió entre alguna pollera. Tendría que
estar acostumbrada a este tipo de cosas, me pasa todos los días. Pero este tipo
tiene algo especial, algo que hizo que le creyera... Ya fue. Me levanto y se lo
pongo arriba de la mesa… pero…
Después de pagar su café, la prostituta se levantó. Observó que el hombre sacaba un paquete de cigarrillos y metía su mano en un bolsillo y en otro buscando… ¡el encendedor! Y sin apartar su mirada de la pareja, caminó directamente.
[1] Horacio
Oliveira es uno de los protagonistas creados por el escritor Julio
Cortázar para protagonizar su novela Rayuela
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