Enemiga mía

 



Desde que nos vimos por primera vez nos juramos odio eterno. Ya no recuerdo cuánto tiempo hace desde aquél día, ni tampoco recuerdo cómo fue. Pero fue el inicio.

Siempre sabías dónde buscarme, siempre acechándome. Sin embargo yo advertía tu presencia maligna aún sin verte y entonces me escondía vigilándote desde algún sitio seguro y allí estabas, lista para atraparme, para aplastarme con el peso hediondo de tu sed de muerte. Ya sé no me lo digas, me odias y yo también te odio, te resulto repulsiva, macabra, perversa. Por eso, ese día cuando nos miramos a los ojos, juramos que una de las dos debía morir, inevitablemente. Debíamos esperar, sólo eso, esperar que se diera la oportunidad.

Hacía meses que venía planeando este viaje. La ciudad de Sydney era desconocida para mí puesto que nunca había salido de los límites de Buenos Aires. Ni siquiera había podido observar la fauna tan característica de Australia, un canguro o un koala, ni aún en el zoológico. Pero la beca de estudio en una comunidad terapéutica, el intercambio científico y la realización de la tesis para mi doctorado me decidieron y saqué el pasaporte, cerré bien mi valija y partí hacia Sydney sabiendo que no iba a extrañar demasiado, serían sólo dos meses... unas merecidas vacaciones. También era la oportunidad de escapar de la eterna pesadilla de su presencia. Sí, tal vez sí, allá lejos ¿Cómo iba a adivinar el vuelo en que viajaba?  ¿Cómo iba a seguirme? Imposible.           

Hacía calor. El verano australiano era más severo que el porteño y aunque hacía tres semanas que había llegado aún no me acostumbraba. Cansada por el calor y por el trabajo mental decidí sentarme a tomar un poco de aire  en el patio de la cabaña, el que estaba casi en penumbras por la abundancia de hermosas plantas y vegetación que lo rodeaban. Me serví un jugo con gajos de naranja y hielo picado. Dejé caer mi cuerpo con todo su peso en la reposera que crujió al contacto mientras el aroma de las flores me embriagaba. De vez en cuando, una brisa cargada de tormenta me acariciaba levantando levemente la falda de lino blanco hasta dejar al desnudo mis pies y mis tobillos. Me saqué las sandalias buscando un poco de alivio con la frescura que me ofrecían los listones del piso de madera rústica. La brisa cada vez iba en aumento danzando a mi alrededor. Y entre el sopor de los jazmines y las caricias de las brizas me adormecí un poco.

De repente una sensación extraña me despertó, como un roce en mi pie derecho, y bruscamente lo sacudí. Sonreí al fin, era una pelota de ramas secas que me hacía cosquillas. Volví otra vez mi cabeza hacia atrás cerrando los ojos. Recuerdo que me dormí tan profundamente que soñé un sueño extraño. Estaba en un desierto bajo el sol abrasante y la nada como compañía, no caminaba sino que flotaba como si fuese etérea, sin cuerpo, solo una presencia sin sustancia. Hasta que del medio de la arena se abrió una profundidad negruzca que comenzaba a tragarme hasta la eternidad.

No podía respirar, ni moverme, ni gritar, pero no había perdido el sentido de la vista. A medida que iba cayendo en ese pozo sin fin veía terroríficas figuras de alimañas y rostros gimientes atrapados en las paredes rocosas del foso. Rostros y también manos que intentaban agarrarme, manos negras largas y delgadas  con afiladas uñas. Al fin una mano logró tocar mi tobillo, y al instante quedé suspendida en la nada con la garra prendida en mi piel. Grité y mi propio grito me despertó. Estuve unos segundos sin saber dónde estaba, jadeante, aterrorizada. Abrí bien mis ojos, contemplé el cielo negro de nubes y tormenta y me dejé estar. La pelota de hojas secas seguía arañándome los pies, seguramente era parte del contenido de mi sueño, la dejé hacer, empecé a sentir su peso, el viento la elevaba cada vez más arriba, pie, tobillo, pierna. Pero... algo no andaba bien, era como si las ramas extrañamente realizaran un movimiento demasiado exacto y definido siguiendo un camino establecido como si  tuvieran conciencia de sus actos. Entonces fue cuando abrí los ojos, entonces fue cuando la vi.  Un engendro de patas peludas, abdomen castaño oscuro y tórax y cabeza negros se sostenía en sus  patas traseras sobre mi rodilla mientras se frotaba las patas delanteras saboreándome prematuramente, mostrando sus espantosos colmillos negros de casi un centímetro de largo de los que colgaba una gotita de veneno mortal. Los siguientes segundos me parecieron una eternidad, el grito que no salió, los colmillos penetrando mi piel, el veneno corriendo por mi sangre inexorablemente hasta el fin, hasta que se me acabaron todos los sentidos. No pude gritar a mi compañera de cabaña que estaba leyendo distraídamente sólo a veinte metros de mí, no pude realizar ningún movimiento, ni oler ni escuchar. Y volví a caer en el foso de arena con paredes de rostros y manos ponzoñosas, pero esta vez las manos me tomaron toda desgarrándome lentamente, hasta que finalmente sólo quedó la oscuridad absoluta.

Lamento decirte que he ganado sólo una batalla y no la guerra. Los humanos son muy confiados, tal vez muy ignorantes  subestiman nuestro reino y así  pecan por soberbios. Creías que te ibas a librar de mí. No te pude seguir hasta Australia pero sabía que desconocías que la región de Sydney es la única zona en el mundo que cobija a la araña más mortífera del planeta  nuestra reina y soberana, la Atrax Robustus la más mortífera de las treinta y siete especies de arañas llamadas de tela en embudo, muestra majestad, nuestra líder absoluta. Si yo no podía contigo ella sí lo haría. No sabes cómo he disfrutado con esa idea desde que te fuiste escapando ingenuamente de una miserable viuda negra.

No sé si tu compañera te habrá visto y te habrá socorrido, no sé si te habrán llevado al hospital antes de cumplirse los cuarenta minutos y si allí habría remesas de atraxotoxina suficiente como para salvarte la vida. En fin, no sé si te has salvado. Sólo sé que si lo hiciste, aquí te espero y esta sí será la batalla final.

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